Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy.
Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo.
Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen.
Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Éstos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.
El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana.
Gran parte de lo que hoy nos parece «natural» data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres.
Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito.
No podemos seguir viviendo así.
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